En el sueño atravesaba su jardín, el de una casa tan grande que me hacía chico, con pasto de hoja gruesa y que sin saber la dirección no tuve ningún problema para encontrarme adentro. Toda mi intensión estaba y era sabida de encontrarme con ella, encontrándola en una edificación al fondo. Pero para llegar tenía que cruzar una pileta grande y profunda en la que nadaba, o vivía, un oso polar. En mi sueño el oso era su mascota; mi fé era en la naturaleza. Sin importarme el frío atiné a cruzar la pileta sin ver el fondo, mientras me distraía el oso que entre tanto cruzaba atinó varias veces a morderme y zarparme con las uñas. Pero crucé y con el cruzar me encontré en un quincho vacío. Del otro lado de la pileta, mi perro, que asomaba todo el tiempo a cruzar conmigo. Le grité a lo lejos, estaba seguro que el oso se lo comería. Se cayó al agua y ahora no me acuerdo si no le pasó nada o si logré sacarlo a tiempo. Los sueños son fractales y en cada detalle se construye un mundo nuevo. Pero ella estaba del otro lado, del que yo venía, en un cuartito con el seño enojado preguntandome que era lo que yo hacía, ahí. Y mis balbuceos, los del que tiene fé sin palabras que le entren. Y el no quiero verte, tan firme y seguro haciendo de la fé el juguete de un niño. No me costó ignorarlo, en seguida lo ví a mi perro caminando sobre cubiertas de goma espuma que flotaban sobre la pileta, pronto a ahogarse con el oso. Fui a sacarlo y guardé una por una las cubiertas en el cuarto del fondo. Volví para adelante, crucé una puerta balcón que daba al jardín y la encontré en una habitación contigua a la cocina, su cara no había cambiado. Que yo era feo, que mis ojos de no se qué, de un no se qué desganado, que ni fuerza para sacarle gritos tenía. Miré en la cocina, estaba mi familia. Qué podía contestar, si estaba de acuerdo en su respuesta, sin importar que mi pregunta era otra. Que no me importaba su casa, sus gritos o mis ojos. Y al lado suyo sentado un el, tan bien laburado de revelde que ni un asome tenía del dolor que escondía. Y yo, que no soy más que una torpe invitación al dolor que somos, como si fuera poco. Me di vuelta humillado. En la cocina estaba mi familia, sin notar lo que pasaba, sin darse cuenta ni siquiera que esa no era su cocina. Otra forma infantil de ignorar el dolor. Y yo, al lado, al son de la salsa, mirando de reojo. Sin hacer nada, siempre tan infantil. Haciéndome el boludo, jugando a Cristo. Pero esta vez con el dolor a flor de piel. Y me desperté pensando que capaz me quise decir algo; Si sos tan gallito, el dolor fumatelo vos solo.
Me dejó una sensación de profunda soledad este sueño, una soledad más profunda que de profundo tiene el dolor. Es tal la sensación que refunda el significado de profundidad. Es una profundidad medular, sobre la cual se construyen todos los arlequines que la distraen. Todos los personajes que encarno para relacionarme. Es capaz el mayor grado de sinceridad que haya podido tener conmigo mismo. Duele tanto que asoma a libertad y me demuestra el abandono. Me ví solo en el dolor que significa ver que somos tanta gente dolida, y nadie dispuesto a compartir su dolor. Porque es sencillo; sin médula no hay amor, sin llegar a ese nucleo de corteza endurecida que es nuestra condición humana, no hay comunicación, no hay ninguna unión. Pero en este mundo mercantíl, ante la mínima sospecha del dolor, la primera reacción es el abandono. No hay fé en el compromiso, y es entendible, si desde que nacimos nunca conocimos a alguien comprometido con nuestro dolor. Mi intensión es la de seguir doliendome, para que mi fé madure. Para que pase de ser el juguete de un niño a herramienta del hombre.
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