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viernes, 18 de marzo de 2011

laberinto

Estaba este tipo que era un emperador de la china, de ese imperio gigantezco. La cosa era que este imperio que le tocó gobernar era tan inmenso, y el tipo estaba tan ocupado gobernándolo, que nunca terminaba de conocerlo. Esto le daba un poco por las pelotas, va, debió darle bastante por las pelotas parece; porque un día no aguantó más con tanto circo y mandó a que le traigan al mejor de los poetas de toda la china. Y si bien en la china no había los mil trecientos y pico de millones de chinos que hay ahora, que había muchos, había muchos y bien disciplinados. En cuanto encontraron al gran poeta, el emperador le encargó que hiciera una poesía de todo su imperio. Pero no cualquier poemita, lo que tenía que escribir era un poema que sea perfecto, que contenga por completo todo lo que la china era. Éste poeta debió ser un gran maestro de las palabras, pero entre nosotros le deben haber temblado un poco los huevos, cuando escuchó decirle al emperador aquél que tenía cinco años para recorrer el imperio, y que si su poema no lo convencía lo iba a pasar por armas. La cosa es que pasaron los cinco años y el poeta volvió. El emperador le preguntó si había escrito el poema, y después de recibir un si por respuesta le pidió con ansiedad que se lo recite al oído. El poeta se acercó y cumplió con lo ordenado por el emperador. Y resultó ser cierto, el poeta era tan buen poeta y su poema tan perfecto, y completo, que en cuanto soltó la última palabra todo el imperio, por completo, se desvaneció. Y del imperio, del emperador y del poeta, no quedó nada, lo que se dice nada.

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